Nietzsche: Vivir es inventar (Aurora #119)

Sea cual sea el grado de autoconocimiento que alcancemos, lo más incompleto será siempre la imagen que nos formamos de nuestra individualidad. Ni siquiera podemos designar los instintos más primarios; su número y su fuerza, su flujo y su reflujo, su acción recíproca, y, sobre todo, las leyes que rigen su satisfacción, nos son totalmente desconocidas. En consecuencia, esta satisfacción es obra del azar; los sucesos de nuestra vida cotidiana lanzan su presa a un instinto o a otro, que se apodera de ella con avidez, pero el vaivén de estos sucesos no guarda ninguna correlación razonable con las necesidades de satisfacción del conjunto de los instintos, de forma que siempre ocurrirán dos cosas: que unos adelgazarán y se morirán de inanición, y otros estarán sobrealimentados. Cada momento de nuestra vida hace que crezca alguno de los tentáculos de ese pulpo que es nuestro ser, y que otros se sequen, según el alimento que dicho momento les da o les deja de dar. Desde este punto de vista, todas nuestras experiencias son alimentos, aunque esparcidos por una mano ciega que ignora quién tiene hambre y quién está harto. Habida cuenta de que es el azar quien se encarga de nutrir cada una de sus partes, el estado de) pulpo, en cuanto a su desarrollo completo se refiere, resulta tan fortuito como lo fue su propio desarrollo. Por decirlo más exactamente, si un instinto se encuentra en situación de tener que ser satisfecho, o de ejercer su fuerza, o de satisfacerla, o de llenar un vacío —hablando en lenguaje figurado—, considerará cada suceso del día para ver cómo puede usarlo con vistas a ese fin. Cualquiera que sea la situación del hombre —ya ande o repose, lea o hable, se enoje y luche o esté alegre —, el instinto excitado tanteará cada una de estas situaciones. En la mayoría de los casos, no hallará nada a su gusto y habrá de esperar y continuar sediento. Si pasa algún tiempo, se debilitará; y si no es satisfecho en el plazo de unos días o de unos meses, se secará como una planta a la que le falta agua.

Esta crueldad del azar quedaría tal vez de manifiesto con colores más vivos, si todos los instintos exigieran ser satisfechos con tanta urgencia como el hambre, que no se contenta con alimentos vistos en sueños; pero la mayoría de los instintos, sobre todo los llamados «morales», se satisfacen así, si es que cabe suponer que los ensueños pueden servir para compensar de algún modo la falta accidental de alimento durante el día. ¿Por qué el ensueño de ayer estuvo impregnado de ternura y de lágrimas, el de anteayer resultó agradable y fantasioso, y otros, más lejanos aún, fueron aventureros y llenos de ansiosas búsquedas? ¿A qué se debe que en este ensueño disfrute de las bellezas inefables de la música y en aquel otro vuele y me eleve por encima de las más altas cumbres, con la voluptuosidad del águila? Estas fantasías en las que se descargan y se ejercitan nuestros instintos de ternura, de ironía o de excentricidad, nuestras ansias de música o de elevación (y cada uno de nosotros podría poner ejemplos más elocuentes) son las interpretaciones de nuestras excitaciones nerviosas durante el sueño, interpretaciones muy libres y muy arbitrarias, de la circulación sanguínea, de la acción intestinal, de la presión de los brazos o de la ropa de la cama, del sonido de las campanas de una iglesia, del chirrido de una veleta, de los pasos de un noctámbulo y de otras cosas por el estilo. Si este texto que, por lo general, suele ser el mismo una noche que otra, recibe comentarios tan variados que hasta la razón creadora imagina, ayer u hoy, causas tan diferentes para las mismas excitaciones nerviosas, ello se debe a que el inspirador de esta razón es diferente hoy que ayer; ayer era un instinto el que quería satisfacerse, manifestarse, ejercitarse,
aliviarse y descargarse; y hoy es otro.

La vida en estado de vigilia no posee la misma libertad de interpretación que la vida del ensueño; es menos poética, menos descontrolada; pero ¿he de decir que nuestros instintos, en estado de vigilia, no hacen tampoco otra cosa que interpretar las excitaciones nerviosas y determinar las causas de estas necesidades de los instintos? ¿He de añadir que no existe una diferencia esencial entre el estado de vigilia y el de ensueño; que incluso comparando grados de cultura muy diferentes, la libertad de interpretación que se ejerce en uno de tales grados no es inferior en nada a la libertad de interpretación en sueños del otro grado; que nuestras valoraciones y nuestros juicios morales son más que imágenes y fantasías que encubren un proceso fisiológico desconocido para nosotros, una especie de lenguaje convencional con el que se designan determinadas excitaciones nerviosas; que todo lo que llamamos conciencia no es, en suma, sino el comentario más o menos fantástico de un texto desconocido, quizá incognoscible, pero presentido?

Fijémonos en cualquier hecho insignificante. Supongamos que, al atravesar una plaza pública, un individuo se burla de nosotros. Según domine en nuestro interior un instinto u otro, este incidente tendrá para nosotros tal o cual significación, y de acuerdo con el tipo de persona que seamos, el hecho en cuestión tendrá un carácter distinto. Para uno la burla le resultará tan indiferente como una gota de lluvia; otro se la quitará de encima como si se sacudiera una mosca; otro verá en esto un motivo de pendencia; otro examinará su ropa por si hay en ella algo que haga reír; otro pensará, como consecuencia de ello, en lo ridículo en sí; y hasta puede que haya alguien que se alegre de haber contribuido involuntariamente a añadir un rayo de sol a la alegría del mundo. En cada uno de estos casos, se satisface un instinto, ya sea el de despecho, el de agresividad, el de reflexión o el de benevolencia. Cualquiera de estos instintos se apodera del incidente como si fuera una presa. Pero ¿por qué precisamente lo hace uno en concreto? Porque estaba al acecho, ávido y hambriento.

Hace un momento, a las once de la mañana, un hombre se ha desplomado fulminantemente a mis pies. Todas las mujeres del vecindario se han puesto a dar gritos. Yo me he levantado y he estado esperando a su lado a que recobrara el habla. Mientras lo he estado haciendo, no se ha alterado ni un solo músculo de mi rostro, ni se ha apoderado de mí ningún sentimiento de miedo o de compasión. He hecho sencillamente lo que había que hacer, ¡o más urgente y razonable, y luego me he marchado impasible. Si el día anterior me hubieran anunciado que al día siguiente, a las once, iba a desplomarse un hombre a mis pies, habría sufrido las ansiedades más diversas, no habría dormido en toda la noche, y en el momento decisivo, tal vez me hubiera sucedido lo mismo que a ese hombre, en lugar de ayudarle. En este espacio de tiempo, todos los instintos imaginables habrían tenido tiempo de representarse el suceso y de comentarlo. ¿Qué son, entonces, los sucesos de nuestra vida? Es mucho más lo que ponemos en ellos que lo que contienen en realidad. Cabría decir incluso que, en sí mismos, son vacíos. Vivir equivale a inventar.

Madrid: M. E. EDITORES, 1994
http://www.4shared.com/get/VcNOtDLp/Friedrich_Nietzsche_-_Aurora.html

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